jueves, 15 de noviembre de 2007

Comentarios al texto de Santos Guerra, en Una flecha en la Diana. La evaluación como aprendizaje.

Abordaré los principios generales de la evaluación y los relacionaré con ideas de “Cultura que genera la evaluación en las escuelas”, y mi práctica docente.

1.- La evaluación es un fenómeno moral, no meramente técnico. Creo que la evaluación, como ha sido llevada hasta ahora en los diferentes niveles de educación en el país, muchas veces ha entrado en los terrenos de lo no moral, y no sólo por cuestiones técnicas: muchas veces, la imagen que tiene el profesor de sí mismo (como figura de autoridad frente a los estudiantes), lo orilla a pronunciarse por una evaluación que a través de “mediciones objetivas” inhiba toda posibilidad de observar los matices que, a su juicio, pongan en riesgo su estatus de profesional conocedor u experto. Esa imagen muchas veces implica que el profesor lleva consigo un bagaje de conocimientos fijos, inamovibles, y por lo mismo fácilmente asibles, asequibles y susceptibles de ser “suministrados” a los estudiantes. Nada más iluso. La evaluación que no es moral muchas veces es la que se relaciona con la falta de humildad del profesor, la cual a su vez se relaciona con la necesidad (conciente o no) de controlar el proceso aniquilosándolo, pues el poner en juego (y la expresión es elocuente) los recursos de los que el profesor dispone genera en él incertidumbre, no tanto por lo que los alumnos aprenderán cuanto por la pérdida posible que la imagen del docente pudiera sufrir.

Una posición moral de la evaluación por parte de los docentes, de italiano como es mi caso pero de cualquier otra lengua, considero que debe integrar la conciencia de que el conocer la lengua, siendo hablante nativo o no, no nos convierte automáticamente en autoridad ante los alumnos, y que cualquier tentativa de serlo a final de cuentas es vana. Nuestras pretensiones deben ser de índole contributiva, y la evaluación no escapa a ello.

2.- La evaluación ha de ser un proceso y no un acto aislado. En nuestra experiencia, la evaluación es una actividad presente en un periodo determinado en el calendario (el fin de semestre). Es pues, un acto no aislado, pero que se relaciona a los otros que conforman el proceso como la pieza de un engranaje, con una estructura interna relativamente simple, mecánica. Y, es curioso, ese engranaje pocas veces sabemos si calificarlo de académico o administrativo.

Adoptar una perspectiva de la evaluación como proceso aparejado al aprendizaje implica reformulaciones sobre el concepto mismo de docencia, tradicionalmente asociado a la imagen del profesor frente (sí, “la docencia es frontal”) al alumno, en una relación unilateral de transmisión del conocimiento (la enseñanza). En ese sentido el currículum a adoptar es decisivo para que los docentes del CELE entren en esa dinámica de reflexión, pues en él se encontrarán los puntos de partida para repensar su actividad docente.

3.- Es preciso que la evaluación sea un proceso participativo. Es necesario establecer el diálogo entre evaluadores y evaluados. La evaluación no es un dogma, y eso deben entenderlo los evaluadores. La evaluación no es un acto de fe, y eso deben entenderlo los evaluados. Para apoyar esta idea, y regreso a la importancia del currículo, es necesario ofrecer a los evaluados lo elementos que les permitan actuar verdaderamente como interlocutores en el proceso, y no como meros espectadores.

4.- La evaluación tiene un componente corroborador y otro atributivo. Los exámenes departamentales, en el caso de italiano, buscan garantizar saberes mínimos. No corroboran, en el sentido de que las evaluaciones parciales (no obligatorias) que realiza el profesor no necesariamente llevan a confirmaciones de lo observado en el instrumento final (eso si es que el profesor ha decido atender el proceso específico del grupo). Si se ha diseñado los exámenes parciales como forma de garantizar el éxito en el examen final, eso tampoco es corroborador: simplemente se allana el camino para la obtención de resultados que, en sí mismos, no son muestra elocuente de lo aprendido (a menos que consideremos lo aprendido como estrategias dirigidas a responder un examen).

Dentro de la perspectiva de saberes mínimos, el evaluado demuestra una competencia, o un conocimiento que se califica de manera cuantitativa: se posee o no determinada competencia, determinado conocimiento, que además puede manifestarse de manera independiente de su contexto. El problema es que el saber mínimo (concepto que se lleva bien con el de memorización) muchas veces aspira a ser una pieza a echar a andar en una utópica cadena de montaje, que pareciera incorporar en su estructura general los rasgos esenciales de todas las situaciones a enfrentar, en la práctica, por el evaluado. Pero no se evalúa su aprehensión de la cadena de montaje (si es que fuera lícito adoptar ese término técnico), y mucho menos se toma en cuenta su creatividad y posibilidades constructivas del conocimiento. Una evaluación así entendida incurre en dos equívocos: primero, ofrece al evaluado la ilusión de poseer un conocimiento fundamental sobre el cual es posible construir nuevos conocimientos, y le atribuye la etiqueta de capaz, o de inteligente. Si en los contextos fuera del aula el saber mínimo no garantiza un buen desempeño en los procesos complejos, puede ser que el evaluado se sienta víctima de un fraude. Cabe preguntarse, sin embargo, si su crítica se dirigiría a la educación recibida y sus mecanismos de evaluación (hecho que no afectaría su autoimagen, pues la responsabilidad sería dada totalmente a la institución educativa y/o al docente), o si centraría exclusivamente en la evaluación (con un gran riesgo: el pensar que la evaluación fue engañosa porque determinó que era capaz, que era inteligente, pero no lo es). La atribución siempre afecta al evaluado en un sentido ontológico. El segundo equívoco es el dar una etiqueta de incapaz o tonto a quien no demuestra poseer saberes mínimos a través del instrumento creado ad hoc, cuya estructura lógica no se corresponde a las estructuras de aprendizaje que el evaluado ha desarrollado a lo largo de su vida. Pudiera ser que alguien evaluado de esa manera pueda tener una visión de conjunto de los problemas, para la cual los saberes mínimos, encapsulados, categorizados, no tienen mayor sentido.

5.- El lenguaje sobre la evaluación nos sirve para entendernos y también para confundirnos. Creo que en mi práctica docente he comprobado lo atinado de esta aseveración. Si no establecemos términos comunes para reflexionar sobre la evaluación, simplemente no lograremos un consenso. En lo práctico, pienso que sería bueno realizar reuniones de trabajo, colegiadas, en las que se planteen los términos sobre los cuales elaboraremos el nuevo esquema de evaluación. Esos términos, también, estarán fuertemente relacionados con el marco curricular.

6.- Para que la evaluación tenga rigor ha de utilizar instrumentos diversos. La explicación del evaluado, su interpretación del propio desempeño, generalmente no se ha tomado en cuenta, aunque en el caso del Departamento de Italiano ha habido excepciones. Por ejemplo, un instrumento de más o menos reciente aplicación (una encuesta) consultó a los alumnos sobre sus dificultades en el aprendizaje. La práctica común, para la evaluación y también para el diseño de materiales, ha sido la observación unilateral: se registra el error cometido por el alumno y se trata de deducir su origen, en base al conocimiento de los dos sistemas lingüísticos y bibliografía especializada, y se propone una solución. Y cuando se trata de saber el parecer del alumno, la vía de diálogo siempre está mediada por algún instrumento. Pareciera que la oralidad no es una opción viable, y ello se justifica por la falta de tiempo, por la carga de trabajo del profesor y del estudiante, o porque si se da una actividad de este tipo en el aula “parece que el profesor no preparó su clase y está haciendo tiempo”. En ocasiones, cuando se pregunta al evaluado directamente sobre su desempeño, aquél muestra una especie de apatía, que puede deberse a la poca reflexión sobre su propio proceso, difícil de referir, además, en términos del metalenguaje que a veces usa el profesor; a su grado de interés, etc… Y a veces, en una situación así, el evaluador asume que el evaluado le está entregando el poder de decisión, lo cual resulta coherente dentro de una dinámica tradicionalmente estructurada sobre figuras de poder. Tal vez no sea que el evaluado entrega el poder cuando se le cuestiona, puede que dicho cuestionamiento lo interprete simplemente como un refrendo a la relación tácita que se estableció entre evaluador y evaluado desde el inicio del proceso, en la que el primero sabe todo y el segundo no sabe nada. El poder fue entregado desde antes.

7.- La evaluación es un catalizador de todo proceso de enseñanza y aprendizaje. En alguna de las lecturas propuestas por el Dr. Tiburcio Moreno se decía que muchas veces el estudiante, al concluir una experiencia educativa, habla de su desempeño en términos de calificaciones (números) y no de lo que aprendió. En nuestra experiencia de vida esto no nos resulta ajeno, y sigue vigente (para bien o para mal. Más para mal, creo). De ahí la importancia de la evaluación “justa y enriquecedora” como dice el texto. ¿Cómo se ha de llevar a cabo el proceso que tal idea implica? Considero que una guía (cuya estructura pudiera inspirarse en los principios aquí referidos) es necesaria para la reflexión extra e intradepartamental.

8.- El contenido de la evaluación ha de ser complejo y globalizador. La complejidad de la evaluación es en alguna medida la complejidad del currículo. La evaluación es parte del currículo y recupera asimismo sus esquemas conceptuales, cuyos componentes requieren diversos modos de evaluación. A su vez, la evaluación participa en la evolución (la vida) del currículo. Creo que no podemos no suscribir este principio.

9.- Para evaluar hace falta tener un conocimiento especializado del proceso de enseñanza/aprendizaje. Este punto se relaciona con lo que expongo en el punto 1 (a decir verdad, todos los principios se interrelacionan). No basta con el conocimiento de la lengua, es necesario tener otros saberes específicos, y no solamente: hay que tener la capacidad de concebir dichos saberes en constante cambio, no inamovibles a perpetuidad.

La actualización docente es, por ejemplo, una condición que promueve conocimiento especializado, por lo que se observa a nivel personal e institucional. En algunas ocasiones, sin embargo, el rumbo de dicha actualización es nebuloso, no atiende a necesidades específicas y cuando así lo hace es practicada más como una acumulación de conocimiento que como una vigorización y ampliación del mismo con un fin contributivo. Eso cuando no es, tristemente, una repetición sobre ideas poco profundizadas, muchas veces desvinculadas de la práctica docente y relacionadas entre sí sobre una conceptualización pobre, resultante de una desafortunada adaptación de modelos superados en la letra mas no en la práctica. Ello no debe sernos del todo extraño; en muchos cursos de actualización, el docente a cargo sigue siendo la figura de autoridad, y algunos docentes asistentes vuelven a ser los alumnos que fueron, lo que no les supone mayor conflicto: sólo deben deslizarse sobre el eje que su tradición educativa ha establecido, retroceden posiciones para luego, ya en el aula, regresar a su posición de autoridad. Y todo ese movimiento se hace en línea recta, sobre un eje, no sobre una red. Tener un conocimiento especializado hoy, es paradójicamente abrirse a la aventura de lo complejo, y eso nos empuja a cambiarnos, en mayor o menor medida, a nosotros mismos.

10.- La evaluación tiene que servir al aprendizaje. La evaluación debe ofrecer al evaluado información significativa sobre sus propios procesos. En el caso del aprendizaje de una lengua, una calificación de ocho en el último semestre del plan de estudio, por poner un ejemplo, no ofrece al evaluado mayor información sobre los procesos, y en cambio puede llevar a equívocos promovidos frecuentemente por el mundo laboral, como el pensar que ese ocho es el ochenta por ciento del conocimiento de una lengua. La evaluación tiene qué decirle a quien aprende una lengua que, dentro de un contexto curricular específico, su proceso se ha presentado de tal o cual forma, dándole también elementos para comprender y gestionar ese proceso en lo presente y en adelante. “El número” no es la evaluación, si bien habremos de considerarlo dentro de ella. La evaluación tiene implicaciones en el ámbito académico o laboral, pero no puede ser soslayada su presencia en el aprendizaje. No se proyecta sólo hacia fuera, como se piensa comúnmente (y es tan así que en muchos casos consideramos la evaluación como la etapa final del proceso). Como ya se dijo en el texto que leímos, está aparejada al aprendizaje. Y a él sirve.

11.- Es importante hacer metaevaluación, o lo que es lo mismo, evaluar las evaluaciones.
y
12.- La evaluación no debe ser un acto individualista sino colegiado.
La participación de los docentes, en los prácticas de evaluación y en la reflexión sobre las mismas, es de suma importancia. Toda institución representa un proyecto educativo, y en el caso del CELE de la UNAM ese proyecto es eminentemente social, de compromiso con la Nación. El aprendizaje en el CELE, y por supuesto la evaluación, tienen causa, de tipo colectivo, y sus efectos en lo individual también deben reflejarse en lo social. No se puede pensar en un proyecto de evaluación no colegiado, ni en sus prácticas fragmentadas en su estructura conceptual por la ausencia de consenso. Por supuesto la personalidad del docente debe prevalecer, ella contribuye al proyecto colectivo. La evaluación es un hecho social, y lo social a su vez le toma el pulso.

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